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Estado actual del reloj de mi abuelo |
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Mi afición por los relojes, creo que se podría remontar a la época de mi infancia, en la que veía como mi abuelo daba cuerda a su reloj de bolsillo, que realmente, no guardaba en ninguno de sus bolsillos, si no que lo tenía colgado con una estrecha cinta de terciopelo blanco en un clavo de la pared de la vieja cocina de Carrascal.
Darle cuerda al reloj, era un ritual diario que no variaba con las estaciones y todos los días a la misma hora, mi abuelo, emprendía camino a casa desde donde estuviera, para llegar a la cocina y bajando los batederos que la separaban del largo pasillo inclinado de la casa, entraba en la amplísima estancia de suelo de grandes losas de pizarra, donde tantas tardes de invierno pasé sentado al calor de la lumbre siempre atizada por mi abuela con esa maestría que me imagino perdida para siempre para las generaciones posteriores.
Apoyaba su cayado sobre la pared, que con el paso de los años, se convirtieron en dos, por su dificultad para caminar y cogía el reloj con sus manos sarmentosas y con sus dedos otrora ágiles, manipulaba torpemente la ruleta de la cuerda y deshacía el camino andado para seguir de chanzas con otro compadre de su mismo rango de edad, el Señor José, que también calzaba cacha y mismo humor que mi abuelo, con lo que era todo un espectáculo escucharlos y estar con ellos más de diez minutos y no echarte a reír a mandíbula batiente o que te salieran lágrimas como las que le salían a ellos de oírse a sí mismos, todas las barbaridades que se decían o decían de los demás vecinos del pueblo.
El viejo reloj, un LAMONT Compesamatic Suizo, tiene una larga historia, conocida sólo en parte por la familia. Lo trajo de Cuba su hija Socorro cuando estuvo en la isla caribeña cumpliendo la condena que imponían las arpías de las superiores de las órdenes religiosas al no saber dónde meter tantas chiquillas hambrientas enviadas de todos los pueblos, donde alimentar tanta boca, con la escasez de la posguerra, era casi un milagro. Mi tía cuenta, que cuando el reloj llegó a sus manos, ya era viejo y estamos hablando del principio de los años 60. Dicho reloj, fue donado al convento por una familia de indianos, que llevaban en La Habana desde el siglo XIX y no sé cómo, llegó a manos suyas y cuando regresó definitivamente a España, después del destierro obligado, se lo regaló a mi abuelo por eso de las posesiones terrenales de las monjas. No puedo saber con exactitud cuantos años tenía, pero yo imaginaba que era muy antiguo y el anterior poseedor, había vivido un sinfín de aventuras y hechos heroicos con dicho cronógrafo escondido en el bolsillo de su chaleco.
Los segundos, los minutos, las horas y los años pasaron y fueron desgastando las piezas de la maquinaria, para terminar parando, por agotamiento, el corazón de mi abuelo, que se había sincronizado con el inicio del siglo XX y en el año 1994, con noventa y cuatro años, decidió que ya no daría más cuerda al viejo reloj y se le fueron cerrando aquellos pequeños ojos azules que todavía los recuerdo vivos como los de un lince.
Mi abuela ya nos había dejado hacía quince años y la vieja casa no tenía razón de seguir abierta, por lo que sus siete hijos, decidieron cerrarla y con ella, parte de mi infancia quedó sepultada por un montón de recuerdos imborrables. El vacío incomprensible que había dejado aquel hombre tan venerado por mí, debió de ser comprendido por mis tías y tío y en un acto de ternura, decidieron que yo debería de quedarme con el viejo cronómetro. Aún hoy, recuerdo aquel día en el que me lo puso en la mano mi tía Charo, y una sacudida interior, inunda de nostalgia mi alma y unas lágrimas humedecen mis pupilas.
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Mi abuelo explicándome algo |
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Debería tener 2 años y medio (1969) |
Cada vez que lo acaricio o lo observo, me vienen retazos de momentos vividos junto a él o alguna de sus bromas o de sus refranes y en cierto sentido, me acompaña en esta vida que aún me queda por vivir.
El reloj, una vez que mi abuelo, dejó de cuidar y de insuflar energía a su cuerda, se negó a seguir dando la hora. Estoy seguro de que fue por simpatía y compenetración con él. Ya no tenía sentido seguir funcionando sin el compañero fiel, que no faltaba a su cita diaria para empujarle a seguir su eterno compás sincrónico. Me lo traje conmigo a Madrid el mismo año en que él falleció y lo llevé a una relojería de la calle Velázquez, donde me lo quisieron comprar por una pasta, pero un sentimiento no tiene precio y sólo le dije al enjuto relojero que lo pusiera en forma. Me gasté unas cuantas pesetas, que era moneda en curso legal en aquellos años y que tanto añoro desde que el sueldo no da para lo que daba entonces y lo arreglé con la intención de que me acompañara cada día de mi existencia, pero a los pocas semanas de la curación, se volvió a negar a andar y desde entonces, sólo lo contemplo de vez en cuando. Creo que comprendió que yo no era digno de que me dijera la hora porque día sí y día no, se me olvidaba darle sus ánimos diarios y terminó por hacer una comparación entre abuelo y nieto y prefirió tener el recuerdo de su inseparable amigo, al olvidadizo del nieto.
Me estoy planteando volver a reanimarlo, pero dada su tozudez y sentido práctico, me temo que será inútil y más teniendo que señalar el tiempo que nos está tocando vivir en estos años, es un acto de fé más que una obligación tecnológica.