“Estaba el servicio a mi
cabecera; y, a la media noche, no hacían sino venir presos y soltar presos. Yo
que oía el ruido, al principio, pensando que eran truenos, empecé a santiguarme
y a llamar a Santa Bárbara. Mas viendo que olían mal, eche de ver que no eran
truenos de buena casta.(…..), al fin, vime forzado, a intercesión de mis
narices, a decirles que mudasen a otra parte el vedriado” (Francisco de
Quevedo, “La vida del Buscón llamado Don Pablos” pag 157).
Chipiona huele a flores. Si
llegas por la carretera desde Sanlúcar, hay muchos invernaderos donde cultivan
flor fresca, el aroma te acompaña, y no te deja hasta que te acercas a la costa
y la brisa se encarga de difuminarlo. Es
una sensación muy agradable.
Cuando llegamos al pueblo, de
noche, seguimos la señalización: “Parking vigilado”, (ponía en un cartel cutre
escrito a mano) y fuimos a dar a un solar vallado, en el centro. El cobrador,
ejercía también de vigilante y de portero.
Ostentaba, en pantalón y camisa, sendas guarniciones de grasa cubiertas
de polvo, que parecían haberse aquerenciado entre las costuras rancias de lo
que algún día fue uniforme; barba de una semana cana y rala, olía a demonios y
era endiabladamente feo; parecía más Cancerbero que San Pedro así que desistimos de aparcar allí, no fuésemos a
dejar al lobo, la guarda y custodia de
las ovejas. El pueblo preparaba su feria de septiembre y el día siguiente transcurrió sin sobresaltos dignos de
mención. Sólo un camarero borde y gandul que en vez de andar a lo que tenía que
andar, estaba dándole coba a unas niñas y se le olvidó traernos la mitad de las
cosas que le pedimos, sin embargo, no se le olvidó ponerlas en la cuenta, por
lo que Conchi, que resulta demoledora en estos casos, a punto estuvo de tenerle
que sacar los dientes. No hizo falta, sólo con verle la cara de fiera, el tipo
eludió la pelea.
Por fin, casi cinco días después
de nuestra partida, el tiempo se decidió a cambiar. La tormenta empezó a las
4:00 a.m.. Grandes truenos, (sin aparato eléctrico, eso si) se encargaron de
despertarme. Miré por la ventana… ni dios. ….joer! ya era hora, dije yo pa mis
adentros, mientras aguantaba el tipo.
Aquello iba en aumento y esperé un rato a ver si descargaba; cuando empezó a
granizar, caían yelos del tamaño de una anguila y los drenajes casi no daban
abasto a evacuar. Una vez que la furia
de los Dioses fue apaciguada, esperé un tiempo prudencial para la absorción del fango, y cuando lo consideré
oportuno, como estaba aparcado sobre una rejilla, aproveché pa vaciar la
casette. Con el fin de disimular un poco la peste que siempre dejaba tras de si
esta obligación diaria, eché las aguas grises encima. Aún así, la nube tóxica
permaneció en toda la manzana. Cuando empecé a oír las sirenas de los equipos
de emergencia de la Junta de Andalucía, que, supongo venían a acordonar la
zona, giré la llave de contacto, metí primera y, como flotando, y sin despertar
a mi gente, puse rumbo a la última
etapa andaluza de nuestro
viaje: Zahara de los Atunes (to be continued)
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